viernes, 9 de abril de 2010

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La agüita amarilla

Hace unos pocos días me encontré de nuevo ante las insistentes actitudes que me colocan como un ser depravado a la vista de terceros que no conozcan mi traumático pasado. Todo fue debido a la imagen de una pequeña copa de cristal (de chupito) rellenada de un líquido amarillento. Mi subconsciente, afectado por visiones turbulentas que ensombrecen mi pasado, dijo que el liquido era orina. Y es que siempre que veo cualquier líquido en un recipiente de cristal de color amarillento pienso en orines y meados. Me llaman guarro, cochino y cerdo cuando hago comentarios al respecto pero dudo que esa apreciación inicial sea la correcta.

Es cierto que en las pruebas anuales que se hacen en mi empresa, que subsiste gracias a la venta de porno duro y blando y señores corriendo semidesnudos en campos de césped, siempre me fijo en la calidad, color (y no sabor) de la orina del vecino/a como si de un sumiller de buena urea fuese.

No sé a qué puede ser debido y psicoanalizarme a mi edad (mental) podría ser traumático ya que quedaría marcado por los traumas del psicólogo o psiquiatra de turno. Si pienso en que mi espalda esté apoyada en un diván mientras hablo con el techo y un ser anónimo me escuche como relato mis experiencias pasadas acabo muchas veces en callejones sin salida. Tal vez este no lo sea.

Guarro y de la Disney
Cinematográficamente siempre he sido bombardeado por el orín como si de una lluvia dorada proyectada se tratase pese a que mis amados John Waters y Todd Solondz prefieran otro tipo de líquidos. En “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón” se practica una lluvia dorada que fue rodada con cerveza. La asociación a líquidos amarillentos sigue siendo patente. Bebo cerveza , eso sí, aunque si me sabe mal pienso que es orina del camarero. En una de mis películas favoritas de la década pasada, “La pianista” de Michael Haneke, Isabelle Huppert se mea totalmente excitada al lado de un coche aparcado en un picadero mientras con su mano parece sentir el ‘meneito’ y la pasión que habita en su interior. La asociación al sexo sigue siendo patente. Practico sexo, eso sí, aunque siempre pienso que voy a acabar más encharcado que los protagonistas de “Agua tibia bajo un puente rojo”.

Las meadas en la cara han sido tradicionales en el género familiar. En “Tres solteros y un biberón” (creo que en la original francesa y su remake americano) la capacidad urinaria del infante era notable. También en la comedia comercial como “Cómo triunfar en Wall Street” Whoopi Goldberg tenía que fingir ser un hombre y vaciaba un bote de golpe en unos urinarios ante la mirada impertérrita de alguien cercano. Hay miles de ejemplos que fomentan la irrupción de la micción en el celuloide con niños que no aguantan el apretón hasta al amanecer.
Pero posiblemente aquello que me traumatizase fuese la visión en unos informativos o programa de investigación de un señor (digo señor porque tenía familia, hijos y un trabajo decente) que diariamente se bebía su orina. Para celebrar que las cámaras estuviesen en su morada se tomó su micción en copa de champán. Semejante mezcolanza posiblemente irradiase vientos de perversión en mi cerebro y cada vez que tomo una copa y brindo pienso que bebo orina con tres cuartos de soda.

Aunque el mayor trauma es Winnie the Pooh: me parece que devora mermelada de orina en vez de miel y su color amarillento invita a pensar el las múltiples lluvias doradas que recibe de sus amigos Piglet, Tigger y numerosos amigos suyos.


Ni siquiera puede ver dibujos con mis sobrinos y muchos menos escuchar “Mi agüita amarilla” de
Los Toreros Muertos. Y por supuestísimo sigue sin poder relacionar mis traumas delante de cualquier persona pese a que sea algo que hace varias veces a lo largo del día. Desde luego espero tener una futura licencia de corso cada vez que haga comentarios al respecto y que la gente me comprenda antes y después de mi micción mental.


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